COMUNIÓN - Premio Salvador García Jiménez de Cehegín 2015

 

Hace ya siete años que Edna y Baroja rompieron. Fue el día de la tormenta, aquella tarde en la que se estropeó gran parte de la uva. Un mal golpe de granizo dejó herido a un niño, vecino de Edna, haciéndole en la cabeza un chichón del tamaño de un huevo. Edna lo vio desde la ventana, salió fuera y recogió el cuerpo del niño que se había desmayado sobre el suelo blanco. La madre le dijo, lo tienes merecido, por tonto, pero el niño no podía escucharla. Luego la madre se puso a llorar, y Edna también lloró, por el niño, por el granizo, por lo que le había sucedido a ella esa misma mañana. Todavía no dolía, es cierto, pero no podía dejar de pensar en las cosas tan horribles que se habían dicho. Y de alguna forma la angustia de la separación germinaba ya en su pecho, y arañaba su interior con sus pequeñas uñas de gato. Lo solucionaremos, pensó Edna en ese momento, y dejó de llorar, y le dieron masajes al niño en los pies, que los tenía helados. Pero desde ese día han pasado siete años, en los que Edna y Baroja apenas se han visto a pesar de vivir en pueblos próximos –les separa un valle, un sendero que cruza un bosquecillo o una lengua de carretera que alcanza casi los cuatro kilómetros-. Y sin embargo, de repente, cuando la coraza ha cementado, cuando el recuerdo ya casi ni duele, cuando hay cierta comodidad, pasada ya la resignación, dominada la tristeza, acostumbrados a la carencia, la casualidad los ha juntado. Parece una broma del destino, pero allí están, a escasos metros, formando parte del mismo grupo que espera instrucciones sobre el trabajo. Si estiraran los brazos los dos a la vez, y apartaran a esa mujer que lleva un vestido negro con el bajo descosido, podrían tocarse con las yemas de los dedos. Vendimiar es reconciliarse con la tierra, dice Andrés, el hermano de Edna, con su aire de lunático. Edna le tira de la manga para que se calle, sin éxito. Para vendimiar hay que elegir el momento preciso, continúa Andrés, y  para ello hay que conocer la uva como si fuera una hija delicada o una mujer enfermiza. Edna le da un codazo, ¿quieres callarte? Modesto se acerca a su amigo Baroja. ¿La has visto?, le pregunta. Es Edna… Sigue igual de guapa, dice. Pero Baroja, que la ha visto, que claro que la ha visto -como para no verla, con su pelo rubio y esa forma de estar, como si no fuera consciente de la gracia de su cuerpo, Edna que tiene algo de sol, que es un planeta sobre el que girar, mirándole a los ojos de color melaza, los ojos misteriosos, dulces, de Edna-, no contesta a Modesto. Y permanece impasible como una estatua.

 

La uva cae en los cestos que, una vez llenos, se llevan a los remolques. Empiezan a trabajar por la mañana temprano, porque la temperatura baja impide la fermentación. Edna se marea a causa del dulzor que emana de las vides. Baroja desafía a las avispas y se muerde la lengua y pronuncia los conjuros antiguos que evitan las picaduras. Un día una avispa picó a Edna en el dedo meñique de la mano derecha. Estaban sentados en la hierba, habían merendado, habían permanecido horas tumbados sobre aquella manta, mirando el cielo. Ella dijo, mierda, y se llevó la otra mano a la mano herida. La picadura de la avispa es como el fuego, dijo ella con un gesto de dolor. Y Baroja pensó, lo que siento por esta mujer también es como el fuego, es como la picadura de la avispa. Quema y duele. Pero la felicidad es aún más grande, por eso no puedo pasar un solo día sin verla. Baroja chupó el dedo de Edna. Baroja consoló con su saliva el dolor de su novia. Los vendimiadores hablan a gritos, animados, hasta que el cansancio va acallando las voces y los cantos. De vez en cuando se echan agua en las mejillas y por la nuca, humedecen los pañuelos que llevan en la cabeza para evitar la insolación -el sol de finales de septiembre es traicionero-. Las manos trabajan sin pensar en las durezas que aparecerán pronto, y las cuencas se llenan mientras los dedos se mueven con rapidez. Las manos de Baroja son grandes, rudas -tiene vello en los nudillos-. Las manos de Edna son muy blancas y enrojecen pronto. Cuando están cerca uno del otro, las manos se miran como si ellas tuvieran sus propios ojos. Como si tuvieran narices y pudieran olerse. Las manos actúan como perrillos juguetones, porque las manos recuerdan de una manera diferente a como recuerdan las personas.


            Mediante el estrujado se rompe el hollejo de los granos de uva y se libera el jugo. Todavía a veces se hace con los pies, aunque la mayor parte del estrujado lo realizan las máquinas pisadoras. Los pies aplastan, destrozan. Los pies pegajosos bailan una danza cansina y guerrera. ¿Alguien quiere estrujar? Baroja entra en la cuba. Se balancea a derecha e izquierda para levantar bien las piernas. Parece que va a caer, pero no cae y recupera el equilibrio. A veces parece sentir compasión. Otras, rabia. Otras, simplemente parece un gigante aturdido al que la gente anima. Y lo pies continúan trabajando. Y Baroja recuerda los bailes en las fiestas de los pueblos vecinos. Los bailes de las noches de verano, en las plazas adornadas con banderines de colores, con una pequeña orquesta que tocaba durante horas, incansable. Y cuando dejaban de bailar, él y Edna comían churros que compraban en un puesto iluminado con miles de bombillas de luz blanca. Todo el pueblo olía a churros, a aceite, y también a vino, porque no hay fiesta sin vino. Y los pies de Baroja daban vueltas sobre la plaza, seguidos por los pies de Edna. Eran buenos bailarines, o al menos bailaban como si lo fueran. Fred Astair y Ginger Rogers. Edna se reía cuando él le decía esas tonterías. Pero se sentía bien, ligera, etérea, volátil, en esas noches de verano en las que todo era dulce y amable. Y era fácil reírse. Reírse sin saber bien por qué, quizás sólo porque el cuerpo lo pedía. El cuerpo que bailaba, que gozaba, que bebía y disfrutaba. La sonrisa crecía hasta llenar toda la noche. Y ahora ahí están los pies de Baroja, dentro de la cuba. Los pies de Baroja que son grandes y fuertes, mientras que los de Edna, por el contrario, son muy pequeños. Cuando los pies de Edna dormían con los de Baroja, los de ella parecían pajarillos acomodados en un nido. Parecían dos bollos de pan recién hecho, pan tierno y cliente, reposando en el fondo de una cesta.

 

Mientras la despalilladora mecánica trabaja, Baroja mira a Edna que gira la cabeza evitándole. El despalillado consiste en eliminar el material vegetal que acompaña a la uva y otros cuerpos extraños. Edna tiene el cabello enredado, la ropa sucia, pero sus ojos  brillan con fuerza, como si tuviera fiebre. Cuando Edna se decide a devolverle la mirada, es Baroja el que se resiste. Juegan al gato y al ratón. Se aproximan sin saber cómo hacerlo. La máquina trabaja mientras ellos se toman un breve descanso. Los raspones, hojas, pecíolos y trozos de sarmiento son separados. Lo que no sirve se deja a un lado. Lo que no sirve, piensa Edna. Todo aquello que no sirve. Y recuerda los celos, la discusión, las amenazas. Recuerda los enfados, la rabia, cierto orgullo. Te crees que sin ti todo se acaba. Y lo malo es que fue así. Edna se encontró en el fin del mundo, porque su mundo era una tabla rasa, y frente a ella sólo había una gran caída. Y no podía dar el paso, saltar a la nada. Y tampoco sabía cómo regresar, cómo volver a la paz de las sábanas templadas, del abrazo amigo. Los pájaros se comieron las migas que Pulgarcito dejó por el camino. Eso quiere decir que el retorno es difícil, tortuoso, piensa Edna. Que quizás nunca se regresa al mismo lugar del que se partió. Los lugares cambian, las personas cambian. Y Emma ha permanecido estática frente a ese acantilado sin mar, sin horizonte, sin nubes. El fin del mundo, ella lo sabe, es la más absoluta inmovilidad. Edna inmóvil, durante siete años, fingiendo la vida. Soñando la vida, que está, ella lo sabe, en otra parte. Estamos haciendo algo importante, dice el hermano mayor de Edna, Andrés el filósofo. Andrés el loco. Edna habla con sus conocidas, se ríen, una de ella se casará en unas semanas. Baroja fuma un Ducados que le ha ofrecido Modesto. La máquina trabaja sin cesar durante horas y ellos se miran a ratos. Se miran y se aguantan la mirada.

 

La uva llega a los depósitos de acero inoxidable donde empieza la fermentación, el proceso natural por el que el mosto se convierte en vino. Lo que nos humaniza no es la capacidad de pensar, dice Andrés, sino la capacidad de hacer vino. Alguien se ríe. Nadie le hace caso. El vino permite traspasar la línea del pensamiento racional porque aporta al hombre la imaginación. La fantasía, dice el loco cerrando los ojos. Las levaduras fermentan y el mosto se precipita y cambia radicalmente. Transformación. Todo parece igual, pero no lo es. Se construye y se destruye a cada instante. Nunca serán los mismos que fueron y, sin embargo, nunca han dejado de ser ellos. Han fingido, o quizás sólo han sobrevivido. La transformación ha empezado sin que ni siquiera se den cuenta. Baroja siente una sed muy antigua. Y esa sed es la misma que reseca los labios de Edna. Edna que se pregunta qué sucederá si no hace algo para cambiar su punto de vista, para recuperar el movimiento. Todo, cualquier cosa, la vid misma, está más viva que ella. Siente el sol y da fruto, cumple el ciclo que le corresponde, mientras que Edna… El calor aprieta y la sed está ahí. Una sed de siete años que, ahora se dan cuenta, permanece intacta. Una sed que les hace sentirse de cristal, tan débiles que un golpe de viento podría derribarlos. Edna y Baroja están cansados de huir, de fingir, de negar lo evidente. Y a cada cual, a su manera, le duele de una forma distinta el desencuentro.

 

La uva reposa en los depósitos. Edna reposa en su cama, hecha un ovillo. Los sueños se los traga la almohada o vuelan por la habitación hasta enredarse en una sutil tela de araña en la que hasta ese momento ella no ha reparado. Los sueños que, desde que volvió a ver a Baroja, están llenos de montañas de algodón en las que se hunde. El sol la ciega y con los ojos cerrados siente una caricia que recorre su médula espinal. Los sueños se los traga la almohada, pero Edna se resiste, y se agarra a ellos, se mece en ellos antes de dejarlos ir. Baroja reposa en el sofá del salón, bajo un tapiz que representa la caza de un ciervo. Es un tapiz con aire inglés que era el orgullo de su abuela Úrsula, que nunca salió del valle. Baroja fuma un cigarro y piensa en cómo la paz de su casa de soltero, la casa grande y algo oscura, se le ha vuelto insoportable. A él, que presumía de ser independiente, de arreglárselas solo, que estaba tan orgulloso de aquel edificio, ahora le cuesta soportar el silencio. El viento sacude las ventanas y susurra en los cristales, Edna, Edna. Lo mismo que le dicen los suelos de madera con su crujido, o los ladridos nocturnos de los perros. Es un tiempo de quietud, que no de descanso. La fermentación es en realidad una guerra silenciosa. Edna suspira, aprieta los muslos. Los sueños también le salen de allí, del centro de su cuerpo. Sueños carnosos. Baroja se rasca la barbilla y estira las piernas. Estira las piernas como si quisiera que recorrieran los cuatro kilómetros de carretera que le separan de la casa de Edna. Ellos también sucumben a la química, que despierta sus feromonas, que los convierte en esclavos de una fuerza invisible. La química provoca una atracción que los empuja, los vuelve locos. Y la fuerza es superior a las palabras, a la historia que justificaba su separación, a los motivos que ahora ya apenas recuerdan. La química devora cualquier motivo y cualquier excusa. La química levanta a los muertos de sus tumbas. Edna da vueltas en la cama y Baroja se mueve en el sofá. Están destinados a encontrarse y temen que el encuentro no sea leve sino brutal. Un gran golpe que los dejará heridos. Rotos. Fracturados. Pero el miedo ya no es suficientemente fuerte para frenarlos. No hay forma de evitar lo inevitable.

 

Baco se arranca su capa, se descalza. Se lleva el vino a los labios y bebe con ansia, dejando que resbale por su barbilla, por su pecho, que entre y salga de su ombligo hasta llegar al vello púbico. Baco que es Modesto, que es Andrés, que es también Baroja. Y las bacantes los rodean, hermosas y felices. El vino les permite sacar fuera de sí las sombras, lo oscuro, lo que está podrido. El vino multiplica, y donde hubo cariño ahora hay pasión. Y donde hubo medias tintas, ahora luce la verdad. El que bebe vino ya no tiene miedo. Se le suelta la lengua, las tripas. Se le suelta el corazón. Edna y Baroja también han bebido, y ahora sienten que ya nada les ata al suelo. Todo muta, se transforma. Es la magia del vino. Edna y Baroja, sin recordar siquiera quién ha dado el primer paso, están juntos y se miran con una naturalidad que casi hace daño, como si pudieran leerse el pensamiento, como si no pudieran ocultarse nada el uno al otro, como si nada pudiera avergonzarles y no hubiera nada que no pudieran compartir. Edna baila convertida en pájaro y Baroja la ve extender sus brazos-alas. Edna, que parece un águila, se sube a sus hombros y le habla al oído. Y Baroja la sostiene, convertido él a su vez en un árbol sólido, un roble fuerte. Edna no pesa apenas, es ligera. Edna, por primera vez, habla de lo sucedido durante esos siete años, de cómo se le ha secado la risa, a ella que era ruidosa y divertida. Y Baroja, que oscila, que se cae y se levanta, le habla, o cree hablarle, de lo que la ha añorado. De esos sueños en los que ella aparece y luego se esfuma cuando él está a punto de abrazar su cintura. Cuando está a punto de rozar sus labios. Y Edna y Baroja bailan, aunque no se mueven. Y siguen bebiendo, y su sangre se transforma en vino, y el vino se vuelve sangre que les late en las sienes. Se cogen de las manos y se convierten en un monstruo de dos cabezas. Un monstruo de cuatro brazos y cuatro piernas. Un monstruo que va de aquí para allá sin destino, bebiendo, riendo, cantando. Y la realidad, lo que está más allá de los ojos del monstruo, es como un espejo que se ha roto en mil pedazos. Edna y Baroja perciben el mundo en mil imágenes simultáneas. Todo gira, y ellos giran, y gira la luna y giran las estrellas. Se saben enfermos y sanos. Locos y cuerdos. Se sienten curados por fin. Curados, ahora que no importa nada. El cuerpo de Edna es blanco, aunque Baroja no pueda verlo. Ella siente la fortaleza de su espalda cuando sus brazos rodean al hombre que a su vez la abraza. Y caen por un inmenso agujero, el hoyo que se tragó a Alicia. La vagina de Edna es un túnel inmenso, cálido, naranja, en el que descansar. Descansar, ahora que el pueblo huele a vino, a semen, a sudor y sangre. Descansar mientras la luna los observa atenta y las nubes descienden a la tierra para seguir el rastro del milagro.

 

 

Además del vino joven del que se sienten tan orgullosos, una pequeña parte del vino pasa a las barricas de roble donde se guarda durante meses. El vino duerme durante ese tiempo, como la semilla duerme en el vientre de Edna. El vino se gesta allí, como la criatura se gesta lentamente, mientras el mundo gira y el viento sopla y el gallo canta. La vida. La vida está fuera pero también está dentro. En la barrica. En la gran tripa que crece sin descanso. Y Baroja se lleva a Edna a su casa, y le va enseñando los rincones, las mejores vistas, los secretos del viejo edificio. Edna se acostumbra a su nueva casa, como se acostumbra a su nuevo cuerpo, con tanta paciencia y suavidad que es como si no ocurriera nada. Como si sólo durmiera una leve siesta. Como si esa felicidad sigilosa que la envuelve estuviera hecha de papel de seda, tan delicado que es mejor no tocarlo. Y Baroja construye una cuna con la misma madera de la que se fabrican las barricas. Y con las ramas de una vid hace un móvil del que cuelgan figuritas de colores, un avión, un coche, un elefante, un hada, figuritas de madera que están atadas con un hilo rojo a las ramas. El móvil que el niño mirará sin ver, mientras escuchará sin escuchar las voces de Baroja y Edna, esas mismas voces que ahora hablan al otro lado, en el otro mundo. Que dicen, comer, dormir, amar, pasear por el valle junto al río. Que dicen, esta noche habrá una lluvia de estrellas, lo han dicho en el radio. Que dicen, deberíamos elegir ya un nombre. No hay prisa. Es cierto, no hay prisa, pero me gustaría saber ya cómo dirigirme a él. Edna le llama bicho, le llama la pequeña lenteja que crece, le llama rey, cómo está mi rey, le dice, acariciando la tripa monstruosa. Y por fin Edna pare una noche de junio, calurosa. Y todo sucede muy rápido, y cuando Elisa, la partera, llega a la casa les dice que Edna no llegará al hospital. Vas a parir como una coneja, le dice a Edna sonriendo. Antes de que te des cuenta el niño estará aquí. Y así es, aunque Edna sí se da cuenta, claro que se da cuenta de la rebelión del cuerpo que se abre rápidamente en latigazos de un dolor terrible que la parte. Y con cada golpe los fluidos salen de su cuerpo y el niño se asoma entre sus piernas. Y cuando el pequeño llega al mundo, el pequeño que todavía no tiene nombre, Baroja corre a la bodega y abre un pequeño barril. A destiempo, lo sabe, pero no importa. Y lleva la botella del vino recién parido y se lo da a beber a Edna, que tiene las mejillas coloradas. Edna bebe, y el vino le da fuerza, le da sangre, le da vida. Y el orgulloso padre moja la frente y los labios del recién nacido con sus dedos. Es tan pequeño el niño… Y está tan quieto, dormido tras esa llantina que ha sido más bien una protesta. Y la botella corre de boca en boca, brindando así por la vida. La vida que, como dice Andrés, se escribe en cada momento. Y el filósofo, o el loco, sentencia que es buen vino. Que ese vino provocará hermosos sueños y hará que nazca la esperanza en los corazones compungidos. Permitirá encontrar siempre algo bello en lo terrible y algo cuerdo en la locura. Andrés habla pero nadie le hace caso, y la botella se vacía yendo de boca en boca, mientras el discurso del loco también se extingue. La comunión ha terminado. Y Baroja sostiene al niño entre sus brazos inexpertos. Vid. Vida. David, piensa. Quizás ese sea un buen nombre para la criatura y contento se lo dice a Edna. Pero ella, que tiene los ojos cerrados, no lo escucha. En medio del barullo, agotada, la madre ha caído en un profundo sueño. 

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