POLLITO FREDDY - Premio de Guardo 2015

  

Pollito Freddy pía, pía, pía dentro de la barriga. No salías pollito y la mamá Valeria apretaba agobiada. Le habían dicho que la noche anterior habían visto pasar a la Llorona cerca del pueblo, y todo el mundo sabe que la Llorona trae mala suerte. Si un día te la encuentras cerca, huye de la mujer con cara de caballo, pollito. Es tan peligrosa como la pantera que acecha con sus ojos de cristal. Y entonces la tía Rosa se subió a la tripa de Valeria y la empujó con fuerza. Maldijo Valeria, la mamá viuda, al marido que dejó de proteger la casa. Maldijo al muerto por su ausencia, aunque nunca fue un marido ejemplar, aunque del piedrín muchas veces se iba directo a la taberna en lugar de volver a la casa, y de la taberna se arrastraba hasta la cama oliendo a whisky si el dinero daba.

Pero no te equivoques, pollito, el muerto no era tu padre. El que preñó a la mamá fue  Octavio, el viejo General. Octavio le hacía llegar algo de dinero a la mamá cada vez que la preñaba, lo justo para ir tirando, y os dejaba trabajar algunas de sus tierras para poder comer. Y así han sobrevivido los tuyos, a veces haciendo tortas que se vendían en el mercado, o haciendo artesanías de madera, o lo que se les iba ocurriendo a la mamá y a los hermanos. Sí, pollito, porque la mamá es linda y buena, y siempre está pensando en cómo sacar adelante a sus hijitos.

Cuatro hijos, pollito, tenía Valeria, y tú, el quinto, llegaste atravesado. O eso le dijo Rosa a la mamá que estaba al borde del desmayo. Viene atravesado Valerita, reza, mujer, reza, por dios. Dicen que los niños que se atraviesan salen talentosos, dijo la mamá con un quejido. Salen talentosos, si no se mueren dentro y se llevan con ellos a sus madres al otro mundo, pensó Rosa. Pollito Freddy, el quinto hijo, por fin asomaste la cabeza entre las piernas flaquitas de la mamá, que parecían cañas. Tenía Valeria el rostro cubierto de sudor y el pelo negro como un pulpo que extendiera sus brazos por la almohada. Ha salido torcido, dijo Rosa sosteniéndote entre los brazos. Cuando el general entró a darle su dinero y te vio, le sugirió a Valeria que se deshiciera de ti. No se enterará nadie, le dijo. Mis cerdos darán cuenta de él en un rato. Valeria escupió al suelo mientras te colgaba de su pecho para que tiraras de su pezón con fuerza.

            Pío, pío, pollito Freddy, has sido el hijo y hermano predilecto, medio mono medio humano, con ese rostro deformado por los ojos apretados con fuerza, hundidos en una cabeza demasiado grande. El cuerpo también grande, con unos brazos rollizos. Pío, pío, pollito, desde bien pequeño siempre te agarrabas con fuerza, como si necesitaras del contacto humano para vivir. Y acariciabas el pelo de la mamá con suavidad. Y le decías en tu idioma de gritos, guapa, guapa la mamá, aunque no veías a penas, pero podías olerla y tocarla, imaginarla. Pío, pío, sonreías. Mamá guapa huele a lluvia. Las arañas se suben a los árboles. Es hora de comer algo, las tripas cantan.

Entre todos cuidaban de ti, Freddy. Aunque te habían enseñado a comer con la cuchara, preferías hacerlo con las manos. También había que llevarte a hacer tus necesidades al corralito, pero a veces, nadie sabía si por desidia o por pura necesidad, las hacías allí donde te encontrabas y había que limpiarlo todo. Pero tú, Pollito Freddy, eras feliz. Cuando los domingos la familia jugaba al fútbol, te ponían de portero y te decían que movieras continuamente los brazos. Y lo hacías, al menos hasta que te cansabas. En la otra portería ponían a la mamá, que entonces recordaba que no era tan vieja, a pesar de los nueve hijos ya paridos no llegaba a la treintena, y sacaba el espíritu de la niña que no le habían dejado ser. Cada vez que detenía la pelota, Valeria aplaudía contenta y daba saltos sobre sus pies descalzos.

A ti te dejaban al cuidado de los pollitos, a pesar de ser medio ciego y retrasado. Imitabas a la perfección los sonidos de los animales. Ven, pollito, te decían sus hermanos para jugar contigo. Te arrastrabas por el suelo, rodabas, gateabas, intentando cogerlos. O gritabas, lanzabas unos alaridos terribles que poco recordaban a los pequeños y dulces pollitos que solías tener entre las manos. Porque tus manos formaban un gran nido, y los pollitos dormían allí, y tú parecías un gran árbol, o una montaña, o una gallina gigante, monstruosa, cuidando atenta de su descendencia.

Pío, pío, pollito Freddy dejabas que los escarabajos caminaran sobre tus brazos, y eras el único que no corrías cuando se sentía en la cercanía el olor a azufre. La barba amarilla, que avisaba de su presencia con aquel olor nauseabundo, el mismo que se le atribuye al diablo, es una culebra cuyo veneno resulta mortal. Cuando había inundaciones, las barbas se metían en las casas que estaban en las zonas más altas y no era raro encontrarlas debajo de las camas. Cuando Valeria mató una barba, tú pollito jugaste con la serpiente muerta, intentando despertarla. Luego Valeria  se la llevó al curandero de la aldea para que usara su cabeza para hacer medicina sanadora.

Pero lo que te daba miedo Freddy eran las panteras, aunque hacía años que no se veía ninguna por la zona. Si te decían la palabra pantera, te ponías nervioso y agitabas los brazos como si así fueras a quitarte de encima a aquellos monstruos que a saber cómo te los imaginabas. Y si te azuzaban, te ponías agresivo y golpeabas con los puños a tu alrededor y lanzabas mordiscos al aire y patadas que por suerte no daban a nadie aunque a veces tomabas tanto impulso que caías al suelo al perder el equilibrio. Sólo te tranquilizabas cuando la mamá te decía cosas al oído. Pollito, pollito, el mundo gira y gira y nada ni nadie conseguirán detenerlo, cantaba la mamá. Y parecías un niño pequeño, y te tumbabas en el suelo y permanecías quieto, como un animal, hecho un ovillo.

Hacía ya más de tres años que el General no se dejaba caer por la casa. La última vez había sido al poco de nacer María Fernanda, la pequeña que antes de saber hablar ya escalaba los árboles, y Valeria pensaba que ya se había cansado de ella. Su cuerpo había sufrido con cada parto, con cada siembra y recogida, con cada una de las inundaciones. Y ahora era ya vieja, ya no quedaba casi nada de la mujer que un día había sido hermosa. No, no quedaba rastro de esa belleza, y Valeria rezaba para que el General hubiera encontrado a otra a la que preñar. Pero se equivocaba, y lo supo la noche que lo escuchó acercarse, y reconoció su voz hablándole a la yegua a la que trataba mejor que a cualquier ser humano.

¿Lo recuerdas Freddy? La mamá hizo un gesto de alerta para avisaros. Ya sabíais cuál era el precio por aquel trozo de tierra y aquella casucha miserable. Aquel era el precio que tenía la mamá, y que teníais vosotros. Y la mamá les dijo a las hijas mayores que salieran por la ventana trasera, no fuera a ser que el General, viéndola vieja, se encaprichara de ellas, a pesar de ser todavía casi niñas. Y ellas salieron, y se escondieron, todas menos Constanza, de once años, que tenía fiebre y llevaba dos días sin comer nada. Y los pequeños se quedaron dentro y la mamá les susurró que se hicieran los dormidos. Y tú también, Freddy, debías estar tranquilo, pero no dejabas de mecerte, adelante y atrás, como cuando estabas nervioso. Y entonces la puerta se abrió y entró el General en la casucha de adobe.

Desde que la vio, el gringo sólo tenía ojos para Constanza. No dejaba de mirar a la cría fascinado por sus ojos brillantes y la piel blanca.

Déjala en paz, le dijo la mamá.

El General la empujó a un lado para poder acercarse a ella y verla bien. 

Once años son muy pocos, dijo Valeria con la voz rota.

La niña estaba bañada en sudor, parecía recién salida de un río. Parecía un ser del agua, pequeño y hermoso. Una ninfa perdida allí, junto a la selva. Tenía los ojos del color de las esmeraldas.

El General quiso sentir la tersura de su piel hecha de agua, piel resbaladiza.

Eres su padre, le dijo la mamá, tirándole del brazo.

Los seres del agua enloquecen a los hombres. Como sucede con las sirenas de los ríos, que parecen casi niñas, pero son viejas. No hay que tratarlas con remilgos, pensó el General. Pescarla, cogerla entre las manos. La niña estaba empapada de sudor. La fiebre hacía temblar su cuerpo.

El General se bajó el pantalón y mostró sus piernas flacas y velludas, sus huevos oscuros, colgajos tristes que sin embargo inspiraron respeto al levantarse el arma violadora.

Valeria le agarró, intentó atraerlo junto a ella, pero Octavio la golpeó para apartarla de su lado. La mamá desesperada se acercó a ti, Freddy, que cantabas una canción sin sentido, y te dijo al oído, hijo, ha llegado la pantera. Y al escuchar la palabra, te pusiste tenso, como si te hubieran pellizcado. Y la mamá te dijo, la pantera, sí, la pantera. La pantera va a comerse a Constanza, que está enferma y no ha podido correr para salvarse. Y empezaste a mover los brazos, mientras escuchabas los gritos de tu hermana que le decía a la pantera que la dejara en paz, que no la tocara. Y la mamá te empujó a ti Freddy, que eras el más fuerte de sus hijos, para que te levantaras y lucharas contra la pantera. Pollito, te dijo, ahora eres el gallo. Un gallo fuerte y hermoso. Sácale los ojos a la pantera, hijo. No dejes que la pantera acabe con nosotros.

Y tú, pollito, muerto de miedo, asustado por los gritos de tu hermana, las palabras de la mamá -venga pollito, ahora gallo, gallo Freddy, la pantera se nos comerá a todos, pero tú eres fuerte, hijo- chocaste contra el animal. No se parecía quizás al animal que habías imaginado, pero era también grande y duro. No tenía pelo del que agarrarle, excepto en lo que parecía la cabeza. Pío, pío, gritaste pollito ahora gallo. Cogiste a la pantera de las orejas para sacudirla. Los zarpazos que recibiste del animal no hicieron más que aumentar tu rabia. La pantera se iba a comer a todos, primero a Constanza, luego a los pequeños, y hasta a la mamá Valeria se comería. Y no volveríais a jugar al fútbol. Y no volveríais a pescar camarones en el río. Buscaste los ojos para hundir los dedos. Sigue, tú puedes, si matas a la pantera los pollitos se salvarán, seguirán durmiendo en tus manos, te decía la mamá.

Los ojos eran blandos y gelatinosos. Los ojos de la pantera salieron de su sitio, para que no pudiera seguir cazando.

El cuerpo del viejo gringo permanecía en el suelo, junto al camastro, con rostro cubierto de sangre. Freddy, habías matado a la pantera. La mamá te acunó entre sus brazos. Los niños que vienen torcidos son talentosos, te dijo al oído. Pío, pío, te fuiste tranquilizando al escuchar su voz. El mundo gira y gira y ni siquiera la pantera puede pararlo, te cantó la mamá en tus oídos de gallo.

Subisteis el cuerpo encima de la yegua, que inició el camino de vuelta hacia la finca. La mamá y todos los hijos, menos Constanza y Maria Fernanda que se quedó con ella, seguisteis al animal en silencio, sin hacer ruido, convertidos en sombras de la noche. En pocas horas, los cerdos del general no dejarían rastro del cuerpo, él mismo lo había dicho. Pío, pío, pío, Gallo Freddy arrastraste el cuerpo de la pantera y lo lanzaste dentro del cercado. Pío, pío. Los cerdos hacían un sonido desagradable mientras lo devoraban. Y el mundo siguió girando, siguió girando, mientras volvíais a la casa, y las sombras se confundían con las primeras luces del día.

Ya había amanecido cuando os acostasteis, pero dormiste profundamente hasta bien entrada la mañana.

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