Sobre mí

Desde Hondarribia 1966 hasta hoy ha llovido mucho, por eso en mis recuerdos, especialmente en los del norte, llevo casi siempre botas katiuskas y un paraguas, que pierdo con frecuencia porque soy de naturaleza despistada.

De mi infancia recuerdo los días de viento sur en los que yo me iba con las gaviotas, y los paseos en bicicleta, incluido un choque contra un árbol. Recuerdo los libros, las cajas de pescado que olían a rayos, el mar, los chaparrones, las medusas, empaladas en la orilla como vampiros marinos.

La literatura me fascinó desde que tenía siete u ocho años. Recuerdo la atracción que sentía por los cuadernos nuevos, por eso entiendo bien a Paul Auster.

Siempre tuve una voz interior que quiso hacerse oír. Sólo fue cuestión de tiempo. Luego, cuentos que nacían en cualquier sitio. En cualquier lugar. Iba por la calle y me nacía un cuento. Así, sin darme cuenta. Cuentos que me hicieron compañía en años difíciles, cuando crecer no era un proceso físico sino un ansia reprimida. Efímeros compañeros de viaje.

Yo quería escribir pero no sabía bien qué, ni cómo, ni siquiera dónde. Tenía una máquina de escribir roja a la que se le salía la cinta. Disfrutaba, pero también sufría porque no sabía si era un don o una carencia o una maldición. Duele la mediocridad. La papelera medio llena o medio vacía.

Cuando conocí Madrid sentí un flechazo. No es fácil explicar cómo se ama a una ciudad, pero tampoco es necesario. Viví un tiempo de mudanzas y todavía me duelen los libros que se pudrieron en un sótano inundado (mis diarios convertidos en pasta de papel azulado por la tinta diluida). Recuerdo la juventud como un tiempo agotador, desmesurado.

Mi marido me dio la estabilidad que no tenía. Luego llegó la tranquilidad de la maternidad, la recuperación del espíritu mamífero, el encefalograma plano. Mis hijas me aportaron mucha alegría, bastante sueño, unos cuantos sustos, e hicieron crecer en mí unas raíces fuertes, que me ataron al suelo. Si escribí algo en ese tiempo, no lo recuerdo. Todo mi esfuerzo se iba en cuidarlas.

Y mientras tanto, siempre, esa voz que me acompañaba en el momento de introducirme en el sueño. Una voz nacida de la fantasía, del desdoblamiento, de la duda y de la sospecha. Una voz caprichosa, testaruda, que quería hacerse oír.

El día que logré amaestrar esa voz indómita, salvé mi primer cuento de la papelera, y ese cuento, ante mis ojos, se convirtió en gato y me arañó el corazón. Me dejó el ánimo perturbado y la sensación de haber tocado ceniza con las yemas de los dedos. Luego llegaron otros.

Sin darme cuenta creé un mundo con mis fantasías y mis anhelos, poblado de niños enfermizos y mujeres transparentes, de animales mágicos y seres desconcertantes. Y en esas ando, intentado buscar los límites de ese mundo, sus misterios, sus prodigios.

Y mientras tanto, las palabras caminan agarradas del brazo y las historias crecen, se hinchan, y hay días que, ante mis ojos, salen volando. 

Me gustan las palabras que empiezan por des como desasosiego o desarraigo, también otras como tránsito o zigzaguear.

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